lunes, 19 de agosto de 2013

UN PUNTO EQUIS DISTANTE

Cuando llegué al parque me senté justo detrás de ella. Aquí los bancos están todos uno detrás del otro, no frente a frente como sería lo más lógico, uno va al parque a conversar con amistades, a llevar a los niños para que jueguen, también para conocer gente nueva y bueno, para estar solo alguna vez pero el objetivo fundamental de un parque se supone que sea la socialización de los seres humanos. En este lugar no, aquí nos observamos las espaldas…
Yo había tenido una mala noche, discutí con Pedro hasta el agotamiento, jamás tuve la sensación de estarme quedando sin rastro de vida dentro de mis venas. De hecho esto venía sucediendo desde hacía algún tiempo, llevábamos  cinco años de relación y últimamente peleábamos por todo, tenía el presentimiento de que nuestra relación estaba llegando a su fin.
Cada uno trataba de retomar el tiempo perdido, su camino, en cosas no comunes que nos llevaban a estar cada vez más separados, él tratando de reconstruir su pasión por la pintura pasaba horas y horas encerrado en su estudio pintado y pintado no sé qué cosas, luego en internet y en la calle buscando compradores. Y yo había empezado a escribir y me había metido en un taller literario bien lejos, mejor, para coincidir poco. Escribía, sí mucho de cosas tristes principalmente. Sobre todo de como uno deja de ser uno mismo por amor.
Me acomodé en el banco de madera y busqué ajetreada un cigarrillo para dar inicio a mi descanso, a ver si por fin aquí lograba deshacerme de su triste y confusa sombra. Lo encendí ansiosa y comencé a darle profundas y placenteras bocanadas. Entonces la advertí, era inevitable no mirarla.
Tenía el cabello recogido en un rabo de mula que casi llegaba a lo que me imagino sería su cintura. Escasas betas de una coloración rojiza muy antigua y el pelo naciente entre negro opaco y canoso le daban el aspecto de una cola de caballo sucia y maltratada. Conversaba con una adolescente con una hermosa y abundante cabellera negra y lisa, como debió tenerla ella en sus años mozos, que le miraba y habla y hablaba, que si el móvil, que si la amiga, que si el novio y ella solo miraba lejos, o hacía abajo, no sé porque su cara estaba de frente a las montañas, inmóvil.
Le acompañaban dos chicos más que jugaban al balón con un hombre blanco o mejor dicho naranja porque por estos días ha hecho mucho sol y las personas han cambiado, casi mutado porque más bien él tenía color de gamba cocida y se le acentuaba mucho porque era rubio. Yo trataba de escudriñar con el oído qué idioma hablaba mientras seguía diluyéndome entre mi humo y el prejuicio.
Me pareció que era extranjero, al menos porque era muy diferente a ella en la que inevitablemente volví a reparar. Si, muy diferente, empezando porque ella tiene la piel muy tostada, llena de ñañaras y de manchas oscuras que se nota claramente que han sido secuelas de antiguas magulladuras, encima tiene la valentía de llevar tirantes y un escote amplísimo a mitad de espalda, dejando al descubierto sus angustiados hombros. No sé si la ley de la atracción o la casualidad han hecho que logre ver el perfil de la donna inmobile y me recuerda a las mujeres de la tribu Chenar del Amazona peruano.
El hombre le dice algo en un lenguaje que no comprendo, algo impositivo por la gravedad del tono y ella eleva el delgado y débil brazo y señala allá. Entonces él se aleja y se quedan los niños jugando solos. La adolescente continúa insistiendo en que el mejor móvil es el LG en vez del Samsumg, que prefiere que le compre ese y a la vez los pequeños excitados por el juego quieren seguir y ésta vez sugieren a su madre que haga de portera aunque sea, pero ella está allí y vaga en otro lugar por lo que tienen que continuar solos.
Por fin termino de fumar, “ahora sí me he calmado, solo me falta la tacita de café”, pero eso va a tener que esperar. Todo a mí alrededor es tan conocido que solo ella, una flor advenediza fea y marchita, llama mi atención y decido seguir detallándola, buscándole defectos y virtudes, buscaba algo positivo en aquel amasijo de piel y huesos. “Dios, ni los pies”. Tiene los talones tan agrietados como la tierra de Santiago cuando lleva meses sin llover, desparramados y embutidos en unas sandalitas del “Todo a Cien”. Y me pregunto cómo se puede ser tan abandonada que si, que lo hijos te roban tiempo pero que una tiene que cuidarse y mantener la imagen qué cómo se puede ser feliz así.
Entonces vibra mi teléfono y me devuelve al sitio donde estaba sentada, es mi agente literario, un coñazo de tío, pero me da muy buenas noticias sobre mi primer libro de relatos y me comenta que han decidido editarlo. Yo trato de contener la emoción y le respondo un qué bien con el ánimo limitado, como quien conocía de antemano el resultado y a su vez pensando en qué quién era el loco o la loca que le habría gustado esa mierda. Y quedamos para cerrar el contrato.
Tenía aún a la mujer delante, “¿Dios mío, estará pegada al banco?” Y me levanto porque ya no tengo necesidad de un parque, me siento henchida y peculiar  porque ya me creo una escritora hecha y derecha, no me importa Pedro ni el coño de su madre y hasta tengo pensado escribir un cuento o una novela donde ella tenga su papel, tal vez de aborigen o de mujer maltratada.

Al marcharme tuve que caminar por el lado de su hombro derecho, donde está la acera que me lleva hasta el parquin y mis ojos se fueron desviando tras su figura, ¿será de cera? y la dejo atrás pero me vuelvo para verle por fin el rostro y me resulta familiar, muy cercana, se asemeja a mí y me asusta, me da pánico. Esquivo la mirada y la vuelo a observar, todo por curiosidad lo juro y percibo que tiene los ojos secos, heridos e hirientes fijos, mirando a un punto equis distante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario