Cuando llegué al
parque me senté justo detrás de ella. Aquí los bancos están todos uno detrás
del otro, no frente a frente como sería lo más lógico, uno va al parque a
conversar con amistades, a llevar a los niños para que jueguen, también para
conocer gente nueva y bueno, para estar solo alguna vez pero el objetivo
fundamental de un parque se supone que sea la socialización de los seres
humanos. En este lugar no, aquí nos observamos las espaldas…
Yo había tenido
una mala noche, discutí con Pedro hasta el agotamiento, jamás tuve la sensación
de estarme quedando sin rastro de vida dentro de mis venas. De hecho esto venía
sucediendo desde hacía algún tiempo, llevábamos
cinco años de relación y últimamente peleábamos por todo, tenía el
presentimiento de que nuestra relación estaba llegando a su fin.
Cada uno trataba
de retomar el tiempo perdido, su camino, en cosas no comunes que nos llevaban a
estar cada vez más separados, él tratando de reconstruir su pasión por la
pintura pasaba horas y horas encerrado en su estudio pintado y pintado no sé
qué cosas, luego en internet y en la calle buscando compradores. Y yo había
empezado a escribir y me había metido en un taller literario bien lejos, mejor,
para coincidir poco. Escribía, sí mucho de cosas tristes principalmente. Sobre
todo de como uno deja de ser uno mismo por amor.
Me acomodé en el
banco de madera y busqué ajetreada un cigarrillo para dar inicio a mi descanso,
a ver si por fin aquí lograba deshacerme de su triste y confusa sombra. Lo
encendí ansiosa y comencé a darle profundas y placenteras bocanadas. Entonces la
advertí, era inevitable no mirarla.
Tenía el cabello
recogido en un rabo de mula que casi llegaba a lo que me imagino sería su
cintura. Escasas betas de una coloración rojiza muy antigua y el pelo naciente
entre negro opaco y canoso le daban el aspecto de una cola de caballo sucia y
maltratada. Conversaba con una adolescente con una hermosa y abundante
cabellera negra y lisa, como debió tenerla ella en sus años mozos, que le
miraba y habla y hablaba, que si el móvil, que si la amiga, que si el novio y
ella solo miraba lejos, o hacía abajo, no sé porque su cara estaba de frente a
las montañas, inmóvil.
Le acompañaban
dos chicos más que jugaban al balón con un hombre blanco o mejor dicho naranja
porque por estos días ha hecho mucho sol y las personas han cambiado, casi
mutado porque más bien él tenía color de gamba cocida y se le acentuaba mucho
porque era rubio. Yo trataba de escudriñar con el oído qué idioma hablaba
mientras seguía diluyéndome entre mi humo y el prejuicio.
Me pareció que
era extranjero, al menos porque era muy diferente a ella en la que inevitablemente
volví a reparar. Si, muy diferente, empezando porque ella tiene la piel muy
tostada, llena de ñañaras y de manchas oscuras que se nota claramente que han
sido secuelas de antiguas magulladuras, encima tiene la valentía de llevar
tirantes y un escote amplísimo a mitad de espalda, dejando al descubierto sus angustiados
hombros. No sé si la ley de la atracción o la casualidad han hecho que logre
ver el perfil de la donna inmobile y me recuerda a las mujeres de la tribu Chenar
del Amazona peruano.
El hombre le
dice algo en un lenguaje que no comprendo, algo impositivo por la gravedad del
tono y ella eleva el delgado y débil brazo y señala allá. Entonces él se aleja
y se quedan los niños jugando solos. La adolescente continúa insistiendo en que
el mejor móvil es el LG en vez del Samsumg, que prefiere que le compre ese y a
la vez los pequeños excitados por el juego quieren seguir y ésta vez sugieren a
su madre que haga de portera aunque sea, pero ella está allí y vaga en otro lugar
por lo que tienen que continuar solos.
Por fin termino
de fumar, “ahora sí me he calmado, solo me falta la tacita de café”, pero eso
va a tener que esperar. Todo a mí alrededor es tan conocido que solo ella, una
flor advenediza fea y marchita, llama mi atención y decido seguir detallándola,
buscándole defectos y virtudes, buscaba algo positivo en aquel amasijo de piel
y huesos. “Dios, ni los pies”. Tiene los talones tan agrietados como la tierra
de Santiago cuando lleva meses sin llover, desparramados y embutidos en unas
sandalitas del “Todo a Cien”. Y me pregunto cómo se puede ser tan abandonada
que si, que lo hijos te roban tiempo pero que una tiene que cuidarse y mantener
la imagen qué cómo se puede ser feliz así.
Entonces vibra
mi teléfono y me devuelve al sitio donde estaba sentada, es mi agente
literario, un coñazo de tío, pero me da muy buenas noticias sobre mi primer
libro de relatos y me comenta que han decidido editarlo. Yo trato de contener
la emoción y le respondo un qué bien con el ánimo limitado, como quien conocía
de antemano el resultado y a su vez pensando en qué quién era el loco o la loca
que le habría gustado esa mierda. Y quedamos para cerrar el contrato.
Tenía aún a la
mujer delante, “¿Dios mío, estará pegada al banco?” Y me levanto porque ya no
tengo necesidad de un parque, me siento henchida y peculiar porque ya me creo una escritora hecha y
derecha, no me importa Pedro ni el coño de su madre y hasta tengo pensado escribir
un cuento o una novela donde ella tenga su papel, tal vez de aborigen o de
mujer maltratada.
Al marcharme tuve
que caminar por el lado de su hombro derecho, donde está la acera que me lleva
hasta el parquin y mis ojos se fueron desviando tras su figura, ¿será de cera?
y la dejo atrás pero me vuelvo para verle por fin el rostro y me resulta
familiar, muy cercana, se asemeja a mí y me asusta, me da pánico. Esquivo la
mirada y la vuelo a observar, todo por curiosidad lo juro y percibo que tiene
los ojos secos, heridos e hirientes fijos, mirando a un punto equis distante.
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